Cuando descubrí la serie Mad Men, recordé a mi padre en aquella época y como se asemejaba un poco al protagonista. Le eliminamos el whisky y el cigarrillo, le dejamos solamente la creatividad, la mirada y, por supuesto, el look, entonces nos queda una versión muy mejorada, nada trágica, de Don Draper.
Vivir con un artista de una agencia de publicidad, que además es extremadamente creativo, era como ser parte de las páginas más brillantes y coloridas de un cuento. Cuando papi estaba en casa, los chistes y las risas adornaban cada oración. Una vez, para el Día de las Madres, papi le regaló a mami unas fotos enmarcadas de cada uno de sus hijos. Las imágenes tomadas en estudio, por un amigo fotógrafo, tenían un mensaje grabado que él escribió. El recordatorio de mi primera comunión no era la tarjetita tradicional, sino una foto en blanco y negro de mi perfil con las manos en posición de rezo. Era muy común en nuestro hogar, un trío de guitarras que llevaba una serenata o unas flores para la mujer de su vida, solo porque sí. En mi casa no se comparaban tarjetas Hallmark, se hacían.
Las fiestas de Halloween, que se celebraban en la terraza de la casa de Guaynabo, eran como entrar al camerino de un teatro en plena preparación para una obra. Una mujer vestida de monja embarazada y un hombre calvo repartiendo flores, con una túnica como ropaje, eran algunos de los personajes que por allí desfilaban. Jamás olvidaré a un muchacho que aparentemente no llevaba disfraz. Vestido con mahón y camiseta, el joven cargaba un cucharón con heces plásticas (las de juguete). Todos preguntaban de qué estaba vestido… ¡de comemierda!
Los pasatiempos se relacionaban también a la industria. Cuando se nos permitía ver televisión, mi hermano y yo jugábamos con mis amigos y primos, a adivinar el producto que se anunciaba. Una vez comenzaban los treinta segundos del comercial, el que primero acertara la marca anunciada era el ganador. Por supuesto, los hijos del publicista llevábamos siempre ventaja.
Para la época de los setenta, papi trabajaba en la agencia de publicidad, Badillo Compton. Me encantaba estar en su oficina, era un despliegue de creatividad. El escritorio ausente era sustituido por una mesa de dibujo alta e inclinada. Me entretenía girando el carrusel de marcadores Pentel que estaba sobre la mesa de arte, mientras esperaba que papi me prestara algunos para yo poder dibujar. Los bocetos en las paredes me hablaban de refrescos, muebles y hasta pasta de dientes.
Era la época de los jingles y de los slogans inolvidables. De las sesiones de brainstorming del equipo de Badillo Comptom brotaron las ideas del enanito de Holsum y “tus pies en la tierra, tus zapatos en la Gloria.” Los anuncios de la aerolínea Eastern, con Chucho Avellanet y Nydia Caro, también salieron de aquella oficina sin escritorio.
Ya para los ochenta, West Indies Advertising fue el lugar de trabajo de papi. Estando allí, ideó junto a su equipo, campañas como la del lanzamiento de “Red, red, ATH es la red, red…” al ritmo de música de los cincuenta. También de esa época, el comercial de Nissan y el grupo de Gloria Estefan con el jingle “A toda máquina, vas a ver tu dealer, tremenda máquina tú podrás comprar…”
Crecer con un publicista también requería tener un concepto de lealtad muy claro. Por la marquesina de nuestra casa desfilaron autos como Toyota, Nissan y Mitsubishi, según la cuenta que tuviera la agencia en la que papi trabajaba. La lista de colmado siempre incluía marcas. La pasta de dientes debía ser Crest, pero luego fue Colgate. Las habichuelas en su momento fueron Casera, después “Si es Goya tiene que ser bueno.” Usamos el jabón Dove por tanto tiempo y, en su momento, solo viajábamos por Eastern, “Las alas del hombre”.
A todo esto se le añade que el look y la galantería de papi hacían suspirar a muchas féminas. Como cualquier hija orgullosa de su progenitor, desde mi perspectiva, papi no solo era el más guapo de la industria publicitaria, sino el más atento. Esto lo pude confirmar cuando empecé a trabajar en publicidad. Todas y cada una de las mujeres sabía que yo era “la nena de Fernando.” Se embellecían la boca no solo con pintalabios Loreal, sino con palabras de elogio hacia mi padre. Muchos hombres, antiguos compañeros de trabajo de él, lo catalogaban como un “tremendo tipo.”
Años después, cuando matriculé a mis hijos, en el mismo colegio donde yo estudié, me encontré con quien había sido mi maestra de segundo grado. Ella me confesó que odiaba que yo me portara tan bien, porque no tenía suficientes razones para llamar a mi papá a la escuela. A mis treinta y pico de años descubrí que no eran solo las compañeras de trabajo y conocidas de la industria publicitaria, ¡hasta mis maestras de escuela elemental eran locas con mi padre!
Entonces, luego de una infancia dibujada con anaranjado brillante, solo me queda por decir, gracias papi por idear para mí un mundo hechizado.