Antes de visitar la isla de Capri en Italia me molestaba que me llamaran señora. Soy casada. Dejé de teñirme el pelo cuando disminuyeron mis niveles de hormonas y comenzaron los sofocones. Las canas están libres, por las mañanas me duelen las rodillas y cuando sonrío se marcan las líneas alrededor de mis ojos: ya no hay escapatoria. Para mi la palabra señora es sinónimo de lo inevitable y lo que me estaba tomando mucho tiempo en aceptar.

No sé si era el idioma o que simplemente estaba en Italia, pero en Capri, cuando me llamaban signora visualizaba la sensualidad de Sophia Loren o la elegancia de Isabella Rosellini, sonaba a la melodía de Ennio Morricone en Cinema Paradiso y me imaginaba protagonista de alguno de los poemas que Neruda escribió allí. Este fue uno de los detalles que me llevó hasta la isla. Además de los farallones y la Gruta Azul, iba siguiendo la huella de este escritor chileno.

Éramos cuatro personas en aquel viaje a Italia: Alejandro, mi hijo mayor; Xai, una amiga; mi esposo, Javier y yo. Sin embargo, durante todo el recorrido por Capri, lo único que se escuchaba era: signora, signora, signora. Llegamos en el primer ferry de la mañana. Queríamos visitar la Gruta Azul antes de que llegara la multitud del verano.

Cuando el barco italiano se iba acercando al malecón de Capri, sentí lo mismo que cuando me columpiaba de pequeña: la brisa en el rostro, la boca seca de tanto sonreír y la emoción de mecerme cada vez más alto, dirigiendo mis pies hacia atrás y mi cuerpo levemente hacia al frente, para luego lanzarme, sentir que vuelo por un segundo y terminar cayendo a la grama.

Mientras nos acercábamos más a los veleros y botes que estaban amarrados al muelle, a los edificios pintados de azul claro y rojo ladrillo, a aquel paisaje con las montañas rocosas de fondo, me imaginé cogiendo un gran impulso para saltar por la borda, suspenderme en el aire y caer al agua para nadar hasta el muelle. De no haber sido porque dejaría a mi familia atrás, me hubiera tirado de cabeza al mar.

Llegamos como a las siete y treinta de la mañana a la isla de Capri en Italia y todavía despertaba poco a poco; era como ver una película del cine mudo. En las calles solo se veía una que otra persona abriendo su negocio, acomodando las sillas en la terraza y gesticulando con las manos. Donde más se observaba movimiento era en el muelle, con la embarcación en la que llegamos y que acababa de atracar.
Los tripulantes
Para salir del bote, dos tripulantes –que parecía que modelaban para la revista de moda masculina GQ –ayudaban a bajar a los pasajeros. Signora, me dijeron aquellos hombres tostados del sol a la vez que extendían sus brazos amables para que yo me apoyara. Uno de ellos me miraba a los ojos y repetía –bajando y subiendo el volumen de la voz– el consabido signora. Era como una canción.
Uno de ellos me miraba a los ojos y repetía –bajando y subiendo el volumen de la voz– el consabido signora.
Quizás otra señora turista que visite Puerto Rico experimente lo que yo en la isla italiana. Sin embargo, cuando voy al supermercado en mi isla y me dicen: “Señora, ¿le llevo la compra al auto?”, siento las caderas más grandes, me veo las arrugas sin mirarme al espejo y me pregunto: “¿pensará que yo no puedo sola con los paquetes?” En Capri era diferente.
Aquel muchacho decía algo que yo no entendía, pero sonaba bonito. Sonreí agradecida ante aquel desborde de musicalidad. “Sí, soy una señora, sí, soy casada, sí, amo a mi esposo”, dije muchas veces para mis adentros mientras aquellas manos pasaban de apoyar mis brazos a rozarme la cintura y se me olvidaran las canas, las dolamas y las arrugas.
Cueva cerrada
Muy cerca de donde atracó el ferry estaba la boletería donde vendían los pases para entrar a la gruta. Sin embargo, ese día la cueva estaba cerrada porque había marea alta.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Alejandro.
—Nos reinventamos —dije, y sonreí.

“Cualquier contratiempo es de poca importancia si estamos en Capri, Italia. Che sarà, sarà”, pensé. Alejandro es de agua, de chico fue nadador. Recuerdo cuando comenzó las clases de natación, tendría como seis años: “Mamá, cuando estoy en el agua no me quiero salir. Me gusta así” decía, a la vez que alargaba sus bracitos lo más que podía hacia ambos lados. Esta parte del viaje, y específicamente descubrir la Gruta Azul, era una de las experiencias que sabía le iba a encantar. La marea alta había cambiado los planes, había que buscar otra opción náutica para él.
“Ciao famiglia… mi chiamo Alfonso.”
Y así, como llega el correo justo frente a mi casa, nos interceptó un hombre de unos cincuenta años largos, igualmente bronceado que los tripulantes del ferry, con camiseta blanca, pantalones bermuda y chancletas.
¿Español, inglés o italiano?
—Ciao famiglia… mi chiamo Alfonso —nos dijo, acercándose y traspasando felizmente los límites de nuestro espacio. Sin encomendarse a nadie, aquel hombre nos abrazó para saludarnos.
—¿Habla español? English? —preguntó Javier.
—Los dos, hablo español and then English —dijo, convencido.
—¿Puede llevarnos a la Gruta Azul? —pregunté.
—Signora, llevo in giro por la isla. My boat. La Gruta Blu chiuso, marea alto —dijo, mezclando italiano, inglés y español.

Luego nos daríamos cuenta de que el inglés y el español de Alfonso eran limitadísimos, pero igualmente lo era nuestro italiano. Eso no impidió que de una forma u otra nos pudiéramos entender con la ayuda de los gestos con las manos. El capitán apuntó con su mano derecha la ruta a seguir mientras ondeaba el brazo izquierdo sobre su cabeza invitándonos a acompañarlo; como el señalero en la pista de aterrizaje.

La propuesta era una excursión por mar alrededor de Capri, solo para nosotros. Nos mostraría una gruta, pero verde. Además, veríamos otros lugares de interés, como la casa donde vivió Pablo Neruda. Imposible negarse.
Desde la boletería Alfonso nos guió hasta donde estaba amarrado su bote.
—Signora, seré il tuo capitano —dijo Alfonso.
Las vacaciones en Italia acababan de empezar en la Isla de Capri y el brillo foveal se le notaba en los ojos.
Seguimos a nuestro recién nombrado capitán italiano en Capri hacia una nueva aventura. Alfonso señaló una embarcación de aproximadamente veinte pies, donde nos llevaría a la gruta verde, a ver la cueva blanca, los farallones y la piedra en forma de tortuga.
Nuestro capitán
Xai y yo nos montamos primero y nos sentamos en unos cojines que forraban la parte delantera de la embarcación. Era la primera vez que mi casi hija “cruzaba el charco”. Las vacaciones acababan de empezar y el brillo foveal se le notaba en los ojos. Alejandro y Javier se acomodaron en el centro, uno a cada lado. Nuestro capitán se quedó en la parte de atrás, desde donde navegaría.
—¿Eres de Capri? —le preguntó Javier al capitán.
—Sí, tutta la vita.

Durante el recorrido este hombre de mar iba describiendo el paisaje: las casas enclavadas en las montañas pedregosas que eran propiedad de millonarios; la gruta azul que no se veía por la marea alta; la cueva del corazón, que desde adentro parece tallada con esa forma; el faro de Punta Carena, que está activo desde 1867.

En Capri, Italia todo era signora
Cada vez que nos iba a decir algo me llamaba Signora. No estaba segura si se refería a mí directamente porque pensaba que no le prestaba atención –aunque yo tomara fotos lo podía atender– o porque el matriarcado es demasiado evidente en la isla de Capri. Al escuchar el repetido signora del capitán yo percibía que se afianzaban aún más los lazos con los míos. Era una confirmación de lo que me decía muchas veces mi esposo: “tú eres la mama, la columna vertebral y el roble de nuestra familia.”

Signora, vecchia strada, dijo, cuando quiso que nos diéramos cuenta de una carretera antigua en forma de zigzag que se podía divisar entre dos gigantescas rocas de aquella isla de Italia. Signora, grotta verde; comentó al llegar a una de las entradas de la caverna donde el mar es color esmeralda.
—¿Podemos tirarnos al agua? —preguntó Alejandro..
—Certo, certo.

El capitán no solo permitió que Ale y Xai se tiraran al agua, sino que les dejó saber que los recogería por el otro extremo de la gruta para que pudieran nadar de un lado a otro. Javier y yo nos quedamos en el bote. Como buen biólogo ambientalista mi esposo preguntó:
—¿Qué peces hay aquí? Fish?
—Guarracino rosso y mujol.

El hombre de mar nos explicaba que al guarracino rosso le llaman Aristóteles porque se creía que alejaba a los depredadores, protegiendo de este modo a los marineros. Este pez se puede encontrar en las zonas rocosas que están cerca de las grutas. Del mujol nos contó que sus huevos se utilizan para preparar spaghetti alla botarga; un plato típico de la isla de Cerdeña.
…mi hemisferio izquierdo se exalta hasta llegar al clímax intelectual.
Javier le contó entonces un poco sobre los peces de las aguas del Caribe: la picúa, el chapín y el bonito y algunos detalles de su ecosistema. Debo admitir que cuando mi esposo detalla su conocimiento científico, mi hemisferio izquierdo se exalta hasta llegar al clímax intelectual.
Al llegar a recoger a Ale y a Xai en la salida de la Gruta Verde nuestro capitán enfatizó en los beneficios de utilizar sus servicios. Nos dijo que, si hubiésemos comprado una gira con más personas, no permitirían tirarse al agua. De igual manera, nos contó que muchos turistas se quedaban sin ver la famosa Gruta Azul luego de pagar por la excursión.

—Me duelen los cachetes de tanto reír —dijo Xai al subir al bote —. Estoy demasiado feliz, este lugar es hermoso.
—Bien cabrón —añadió Ale.
Alfonso no entendió la palabrota, tampoco preguntó. Estaba muy ocupado mostrándonos los farallones. Signora, faraglioni, faraglioni.
De camino a los peñones nuestro guía se detuvo a la entrada de una cueva parecida a la Gruta Azul, donde se podía ver el fondo azulado. Era una versión mucho más angosta por la que no se podía entrar en bote, pero sí se podía apreciar desde afuera.

Continuamos navegando hacia los farallones, cada vez más cerca. Entonces fue allí donde uno de los poemas de Neruda se hizo presente: Capri, reina de roca, en tu vestido de color amaranto y azucena viví desarrollando la dicha y el dolor…
Y en aquel momento sentí como si bailara danza moderna al compás de una melodía de Vivaldi: los movimientos suaves, la respiración acoplada a cada relajación muscular y las mejillas achinando los ojos; un pentagrama en mi cuerpo con corcheas y redondas.
“Capri, reina de roca, en tu vestido de color amaranto y azucena viví desarrollando la dicha y el dolor…”
Aquellas tres rocas enormes parecían esculpidas sobre el agua. El paisaje me llevó al éxtasis: sentía mi cuerpo como al final de una clase de yoga, acostada boca arriba en shavasana; la postura de la entrega. La respiración me entraba por la nariz y bajaba como contando cada costilla hasta llegar al estómago. Luego subía y enumeraba de nuevo cada hueso para salir por la boca.
No había nada más
Mi mente estaba en ese preciso momento. No había nada más que lo que tenía en frente. El cielo era del color del mar. Las aves sobrevolaban el barco que nos llevaba hacia los farallones. Las olas acariciaban el casco de la embarcación con una tenue estela blanca. Miré a mi esposo: complicidad y amor. Javier me miró: amor y complicidad. Ale era todo sonrisas: sólo él y el mar. Xai desbordaba de alegría. No se podía pedir nada más a la vida. O quizás sí y llegó rápidamente: Signora, signora vista… el eco del matriarcado.

El capitán quería que viéramos que no solo nos acercábamos a la segunda roca, sino que pasaríamos por debajo del arco de piedra. Una vez más, nuestro guía aprovechó la ocasión para notar el privilegio de viajar con él. Nos dijo que si estuviéramos en una embarcación más grande no podríamos pasar por debajo de aquella roca.
Oh Capitán, nuestro capitán
Al acercarnos al hueco, tuve la sensación de que los rayos de sol mañaneros suavizaban la entrada a la peña. El sonido del agua salpicando la piedra y nuestras risas de felicidad se acoplaban como un cántico de agradecimiento al mar, a la naturaleza, a la belleza del paisaje y a las experiencias que se viven al viajar.
—Esto es demasiao —comentó Xai.
—¡Qué brutal! —añadió Ale.

Al acercarnos al hueco, tuve la sensación de que los rayos de sol mañaneros suavizaban la entrada a la peña.
Alfonso decidió pasar nuevamente por debajo del arco de piedra. Se ganó las cinco estrellas, el dedo pulgar hacia arriba y la carita feliz.
Nos alejamos de los faraglione y continuamos nuestro recorrido:
Signora, corallo aranciane para mostrarnos unos corales anaranjados. Signora, pietra tartaruga dijo señalando una formación rocosa en forma de tortuga. Signora, Signora, Signora… Esto debe ser importante, pensé. Y definitivamente lo era. Signora, la casa di Neruda.

Neruda en Capri, Italia
En lo alto de un risco estaba la casa donde se hospedó Neruda, en compañía de su amante, la cantante chilena Matilde Urrutia. Allí frente al mar, con vistas a los faraglione y un acantilado por patio. Imposible no inspirarse. En aquella casa enclavada sobre una colina pedregosa el poeta chileno vivió mientras escribía el libro Los versos del capitán.
Escribir con aquella vista.
Me imaginé quedándome con mi esposo en un lugar así un verano completo –ojalá que sea pronto–. Escribir con aquella vista. Él llevando un plato de quesos, pan y dos copas de vino. Bueno, que la bandeja llegue cuando termine de escribir, para no interrumpir el proceso creativo.
La experiencia en la isla de Capri en Italia fue una oda al matriarcado
Continuamos con la oda al matriarcado:
Signora, grotta bianca cuando nos acercamos a una cueva de roca calcárea color blanco, donde hay una estalagmita que tiene forma de una virgen en rezo.
Signora, signora, signora
Signora, orecchie d’asino. Nos miramos confundidos. Alfonso señalaba unas rocas en el tope del acantilado, pero entendíamos qué nos quería decir. Eran dos protuberancias casi del mismo tamaño, una al lado de la otra. Entonces el guía se tocó ambos lados de la cabeza e hizo el sonido de un burro. La roca que señalaba tenía forma de orejas de asno. Reímos juntos.

Con eso terminamos el paseo por mar alrededor de Capri y todavía nos faltaba conocer la isla por tierra. Me quedé con salitre en la piel y no me importó que ahora estuviese más seca por el sol. Hice mío el refrán tan cliché de la mujer y el vino. Acepté la rebeldía de las rayas blancas en mi cabello aún más despeinado por el viento.
“Quítame el pan, si quieres, quítame el aire, pero no me quites tu risa…”
El signora se quedó pegado a las arrugas que se marcaron cada vez que sonreía. Me sumergí en la inspiración de los versos de Neruda: Quítame el pan, si quieres, quítame el aire, pero no me quites tu risa… Abracé aquella travesía en familia. Agradecí haber navegado por cinco décadas esta vida y le di la bienvenida a mi nueva etapa: Sono una signora.
Me apasiona escribir sobre mis viajes, el mar, el campo y las especies de plantas y animales; de esos que quedan pocos. Escribo tanto para niños como para adultos. Crear historias para los más pequeños me recuerda a mi niñez; cuando me tiraba en yagua por los montes de la finca de mi abuelo. Escribir para adultos me hace crecer como ser humano, al intentar experimentar lo mismo que mis personajes sienten y así plasmarlo en palabras.
Una vez me di cuenta de que quería inventar mi propio mundo a través de las letras, hice una Maestría en Comunicación con especialidad en Redacción para los Medios de la Universidad Sagrado Corazón y un Certificado Post Bachillerato en Creación Literaria de la misma universidad. Para poder contarle historias a los más pequeños completé una certificación en Escritura para niños y adolescentes del Instituto de Literatura Infantil de Connecticut.
En el 2009 fundé, junto a mis esposo, una compañía de asesoría ambiental que ahora lleva el nombre de Diatom Environmental Services. Con la publicación del libro ¡Achú, achú, Pirulo! en 2016, se creó formalmente el programa de Educación Ambiental: Cuentos Verdes, el cual fomenta la creatividad, la lectura y la escritura de la naturaleza.